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 HISTORIA DE RELLEN: Elvira R., Madre Abnegada

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Loquito

Loquito


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MensajeTema: HISTORIA DE RELLEN: Elvira R., Madre Abnegada    HISTORIA DE RELLEN: Elvira R., Madre Abnegada  Icon_minitimeMiér Ago 11, 2010 3:13 pm

Elvira R., Madre Abnegada





Elvira R. enviudó el día que cumplía treinta años. Estaba terminando de decorar
una gran torta de chocolate con cobertura rosa cuando tocaron el timbre para
darle la noticia. Un policía incómodo le anunció que su marido había sido
atropellado por un taxi hacía más de una hora. Elvira atinó a preguntar si
estaba muy lastimado. El policía se sacó la gorra, miró para abajo y le dio el
pésame.


Elvira nunca más festejó sus cumpleaños y por mucho tiempo se olvidó de los
hombres. Se instaló en su viudez con resignación y se dedicó, como siempre, a
dar clases de inglés en un colegio secundario.


Ocho años más tarde su vida era más o menos la misma cuando, en un colectivo,
conoció a Ismael N., un carpintero de cuarenta y cinco años que construía
muebles para una cadena de hoteles del interior. A Elvira le gustó de entrada:
era robusto, alto, de bigotes, y sabía tratar a las mujeres. Vivía solo en una
casa que estaba al lado de su carpintería.


Cinco meses después del primer encuentro en el colectivo ya estaban casados.

Elvira quedó embarazada cuando recién había cumplido treinta y nueve años. Su
matrimonio la hacía medianamente feliz aunque, cuando se casó, no tenía mayores
expectativas. Jamás se había hecho el cuento de estar viviendo una gran
historia de amor: sabía que había tenido suerte al encontrar a Ismael, pero
sabía también que esa relación no era parecida, ni por asomo, a las que podía
leer en los libros románticos o ver en las telenovelas de la tarde.


El matrimonio se había instalado en la casa de Ismael, cerca de Ezeiza, en una
calle arbolada y modesta. Ella se despertaba cada mañana escuchando el ruido de
la sierra eléctrica, los pájaros y la radio.


Elvira vivió su embarazo con emoción y, poco antes de parir, renunció a su trabajo.
El bebé fue varón y se llamó Ricardo, como el padre de Ismael. Ella se dedicó
al hijo por completo. Tan encantada estaba con su nuevo rol de madre que no
paraba de preguntarse cuántos chicos más podría tener. Ismael era práctico y
terminante. “El dinero nos alcanza para uno solo y con eso es suficiente”.
Elvira no tuvo más remedio que abandonar su idea de un hermano para Ricardito.

Contrariando su instinto y su voluntad, Elvira tenía muy presente de lo que
había dicho su madre: el nacimiento del hijo no tenía que interferir en la
relación con el marido. “Si dejás de atender a tu esposo –la sermoneaba–, se te
rompe el matrimonio”. Entonces Elvira forzaba las cosas y hacía lo que podía:
le seguía cocinando a Ismael lo que a él le gustaba, se acercaba al taller a
cebarle mate y se le tiraba encima una o dos veces por semana para mantener
viva la cuestión sexual. En realidad, lo que ella quería era cocinar
exclusivamente para el hijo, verlo jugar todo el día y, a la noche, acostarse
en la cama a dormir para recuperarse del cansancio doméstico.


Ismael no registraba el sacrificio de Elvira. Por el contrario, todo lo que
ella hacía le parecía normal y poco. La comida era desabrida, cebar el mate era
casi una obligación moral de su esposa y el sexo (que ella practicaba y
fomentaba para mantener la pasión) era apenas un favor que él le hacía para
tenerla contenta. Así las cosas, todo estaba distorsionado en esa pareja: los
esfuerzos de Elvira por contentar al marido no hacían sino fastidiarlo, cada
uno sentía que se sacrificaba por el otro y los dos empezaban a estar hartos y
asfixiados. Elvira había perdido su encanto a los ojos de Ismael, e Ismael
había dejado de ser para Elvira un hombre cálido y comprensivo y se había
convertido en un lastre.


En ese clima familiar, Ricardito, como le decía la madre, crecía y se
transformaba en un nene consentido, solitario y algo miedoso. Elvira vivía
agobiada ante la idea de que al chico le pasara algo, y tendía una red
protectora que era útil solamente para enfurecer a Ismael: no lo dejaba
treparse a los arboles ni subir a los techos ni andar en bicicleta por la
calle. Cuando fue más grande le prohibió inscribirse en un club de rugby (“los
chicos se matan en el rugby”), lo convenció para que no jugara con sus amigos
con una tabla se skate (“vas a perder los dientes”) y para que no fuera con
ellos de campamento (“es un peligro espantoso”).


Ricardito aceptaba las reglas de su madre y se dedicaba entonces a leer y a
tocar la guitarra.


Ismael, mientras tanto, había vuelto poco a poco a sus hábitos de soltero, que
incluían encuentros con sus amigos, salidas a la cancha y prostitutas.
Si Elvira estaba molesta por la actitud de su marido, se lo guardaba. En el
fondo lo único que le importaba era criar a su hijo, conservar al esposo y
estar tranquila en su casa.

Ismael no estaba de acuerdo con la crianza del hijo pero tenía la teoría de que
los primeros años de los chicos eran responsabilidad de las madres. Igual
intentó convencerla de que lo mejor sería que Ricardo fuera aprendiendo a los
golpes para que, más tarde, supiera manejarse por la vida, pero Elvira era
inflexible. “Ya va a tener tiempo de sufrir y de aprender cuando sea grande”,
repetía ella como un latiguillo.


Sin embargo, cuando Ricardo estaba por cumplir quince años, Ismael decidió que
ya era hora de tomar el toro por las astas. Lo llevó por primera vez “al bar de
los muchachos” y ahí, solos los dos, le propuso una conversación de hombre a
hombre. Le preguntó, de manera brutal, si le gustaban las mujeres. Ricardo, con
vergüenza, admitió que sí, pero que estaba enamorado de una compañera que ya
tenía novio. Ismael, aliviado por la noticia de que su hijo no era homosexual
como él sospechaba, desplegó entonces un compendio absurdo de consejos sobre la
vida con las mujeres. Su hijo, estoico, escuchó todos los lugares comunes sobre
el tema sin decir una palabra. El padre entonces hizo otra pregunta crucial:
“¿Ya la pusiste?”. Ricardito estaba atormentado. Negó con la cabeza. El padre,
dando un golpe contra la mesa con la palma de la mano, pidió dos vasos de tinto
para festejar: esa misma semana lo rescataría de la ignorancia sexual y lo
llevaría a aprender.

Ricardo estuvo mortificado todos los días que siguieron al encuentro con el
padre. Elvira, que había desarrollado un afinadísimo vínculo con el hijo,
advirtió que algo pasaba desde que los dos habían ido a su charla de hombres.


Lo primero que hizo fue preguntarle a Ismael. El marido la miró con fastidio y
le dijo que Ricardo ya era casi un hombre, y que la etapa en la que ella
imponía su criterio había terminado. Le explicó, de pésimo humor, que el hijo
ya había crecido y que ella ya no servía para guiarlo en la vida. “Vos sos
mujer y no podés saber de algunas cosas. Ahora de Ricardo me hago cargo yo”.


Esa tarde Elvira habló con su hijo, que estaba en su cuarto tocando la
guitarra. Con tono despreocupado le preguntó si no le iba a contar que había
hablado con su padre. El hijo, sobrepasado, dejó la guitarra, salió de su
habitación y fue a encerrarse en el baño.

Un viernes, después de terminar con su trabajo, Ismael salió de la carpintería
y fue directo a ver a su hijo. Le dijo que esa noche, después de comer,
saldrían juntos. Ricardo ya había pensado decirle al padre que se sentía mal y
que además tenía que quedarse estudiando, pero la expresión decidida de Ismael
era inapelable. Como si estuviera por ir al cadalso, Ricardito se encerró en su
cuarto a esperar la hora decisiva.


Elvira en ese momento entendió todo. Persiguió al marido, que estaba entrando
al baño a ducharse, y le dijo que era inhumano obligar al hijo a tener
relaciones con una puta, sin contar con el peligro de contagios varios. Ismael
la miró con indiferencia. “¿Quién te dijo a vos que yo lo llevo a tener
relaciones con nadie?”. Después cerró la puerta y empezó a cantar bajo la
ducha.


Elvira supo que no podría hacer nada para cambiar las cosas y fue a preparar la
cena, llorando en silencio. Ricardito, en tanto, estaba en su cama, acostado,
mirando un mapa de Europa que tenía colgado en una pared, y en el que dibujaba
trayectos imaginarios de sus futuras giras, cuando fuera músico de rock.
La cena fue tensa. Ismael estaba eufórico, mostrando un espíritu festivo que
nada tenía que ver con el gesto lúgubre de Ricardito ni con la mirada ofendida
de Elvira. Apenas terminaron de comer, Ismael se levantó, se despidió de su
mujer y arreó a su hijo a la calle. “Esta noche vas a saber lo que es bueno”,
le dijo, palmeándole la espalda.

Ismael hizo subir a su hijo al Renault 12 que le había comprado un tiempo atrás
a un amigo de la infancia. Llegaron a un edificio sórdido que estaba a pocas
cuadras de la estación de trenes de Constitución. En el trayecto, el padre
había prendido la radio y escuchaba un tango a todo volumen. El hijo miraba por
la ventanilla pensando, acaso, en la chica de la que estaba enamorado sin
suerte.


En la puerta del edificio, Ismael se arregló el cuello de la camisa, se abrió
un segundo botón y miró a su hijo de arriba abajo. Tocó el timbre del portero
eléctrico, se anunció y le abrieron. El ascensor tenía un cartel en la puerta
indicando que no funcionaba. Subieron tres pisos por unas escaleras oscuras y
con olor a humedad. Cuando llegaron al tercer piso, departamento 23, la puerta
estaba abierta. Entraron. Ricardito vio a una mujer morocha con el pelo
embadurnado con una pasta color caoba que le chorreaba por la frente, y que
estaba calentando unas empanadas en el horno. “Me estoy tiñendo, pasen”, les
gritó desde la cocina. Ismael advirtió la mirada suplicante del hijo y lo
tranquilizó. “Ella es una amiga de Susy, nomás”.


En efecto, la amiga les dijo que Susy se estaba terminando de bañar porque
había estado ocupada todo el día. Con total familiaridad, Ismael se sirvió una
empanada y se puso a mirar un televisor que estaba encendido sin sonido.
Ricardo estaba asqueado por la mezcla de olor a tintura y empanadas. Los
nervios, además, lo enloquecían. Su padre en ningún momento le había explicado
qué iba a pasar en esa cada, qué tendría que hacer y con quién.


Unos minutos después se abrió una puerta y entró Susy, en bombacha y remera,
con el pelo teñido de rubio atado con una gomita roja. Susy miró a Ricardo de
reojo y fue directo a saludar a Ismael con un beso en la boca. Ricardo se puso
en guardia. Adoraba a su madre y no podía tolerar imaginarla durmiendo en su
casa mientras su padre estaba con otra mujer, teniéndolo a él como testigo. Sin
embargo, no supo cómo reaccionar. Se quedó sin abrir la boca mientras Susy se
sentaba en la falda del padre. Se fijó con asco en la celulitis de esas piernas
blancuzcas y en los rollos que en la espalda le marcaba el corpiño y se
traslucían a través de la remera ajustada. Susy empezó a frotarse contra su
padre, que enseguida la empujó para levantarse de la silla. Entonces miró a su
hijo y señalando a Susy le dijo que esa mujer le iba a enseñar lo que había que
saber. Susy se acercó a Ricardo, lo agarró de un brazo y lo llevó a un cuarto
que había al costado de la cocina. Ismael fue con ellos.


La habitación estaba pintada de naranja y tenía una cama deshecha junto a una
ventana con cortinas floreadas. “No se fijen en la cama, no tuve tiempo de
hacerla”, se disculpó.
De pronto, Ricardo vio con asombro que su padre empezaba a sacarse la ropa.
Desconcertado, fue hacia la puerta para dejar solos a su padre y a Susy. En el
fondo estaba aliviado porque no tendría que hacer nada con esa mujer
desagradable. Sin embargo, dudaba: bien podía suceder que después de estar con
el padre, a él le tocara quedarse con Susy.


Cuando estaba a punto de salir, Ismael lo llamó. Ya estaba en la cama, desnudo,
y le estaba sacando la remera a la mujer. Mientras le metía la mano por debajo
de la bombacha y Susy gemía con la boca bien abierta, el padre miró a su hijo.
“Quedate ahí. Nosotros te vamos a mostrar cómo se hace, así que fijate bien todo”,
le dijo, en tono didáctico.

La sesión duró una media hora, en la que el padre se esforzó en mostrar lo
mejor de sus habilidades. Ricardito miraba asqueado. No sabía casi nada de
sexo, y su única información consistía en relatos que escuchaba en el colegio y
un único fragmento de una película porno que habia visto en la casa de un
compañero. Pero había una distancia abismal entre la imagen de dos desconocidos
en una pantalla de TV y la presencia en vivo y en directo de su padre con una
puta, a metro y medio de distancia. La cercanía sin filtros de ninguna clase le
permitía verlo todo: la panza de su padre chocando contra la panza de la mujer,
la torpeza de movimientos de los dos, las tetas caídas de Susy. Su padre,
además, golpeaba a cada rato el culo de su amante con la palma de la mano, a lo
que ella respondía con grititos ridículos. Pero si los gemidos de Susy le
irritaban, los alaridos guturales de su padre al llegar al orgasmo le
parecieron vergonzosos.


Cuando todo terminó, su padre se desplomó sobre un costado de la cama,
resoplando, mientras Susy se levantaba y salía del cuarto, anunciando que iría
al baño. Ricardo temía lo peor: que su padre tomara el lugar de observador y lo
obligara a meterse en la cama con Susy. La sola idea lo espantó. Se imaginó a
sí mismo desnudo, en contacto con el cuerpo blando de Susy (un cuerpo que ya
había estado en contacto con su padre) y sintió que no iba a poder tolerar la
repulsión.


Pero nada de eso sucedió. Susy volvió ya vestida con una camisa y un short. Su
padre se levantó, se miró con satisfacción en un espejito con marco de plástico
naranja que colgaba de una pared, y empezó a vestirse. Cuando terminó le alargo
a Susy un par de billetes, le dio un beso en la boca y una lamida en el cuello,
y se despidió.


Bajaron la escalera, salieron a la calle y entraron al auto, en silencio.
Ricardo no se animaba a mirar al padre, que sonreía feliz. “¿Y? ¿Viste cómo era
la cosa?”, le preguntó, mirándolo de reojo. El hijo se hundió en el asiento y
miró obstinadamente por la ventanilla, como si del otro lado del vidrio
estuviera decidiendo su destino. No se dijeron nada en todo el trayecto.
La madre los recibió en camisón, con la cara hinchada por haber llorado. Abrazó
al hijo, que no pudo mirarla a los ojos: sentía que había participado de una
traición imperdonable, en asociación canallesca con el padre. Ismael miró a
Elvira y le preguntó si había algo para comer.


Al día siguiente, Elvira esperó a que su marido fuera a la carpintería y
decidió hablar con el hijo, que estaba preparándose para ir al colegio. Estaba
convencida de que Ismael lo había llevado con una puta, lo cual era obvio, pero
ni siquiera imaginaba en qué consistía la lección que el padre había preparado.
Creía que le había conseguido una cita y que el se había limitado a pagar y
esperar afuera mientras Ricardito debutaba. Quería, sin embargo, saber más: si
el hijo de había cuidado con preservativos, si la experiencia había resultado
traumática, si la mujer lo había tratado bien. Empezó a preguntar pero se encontró
con un hijo desconocido en su actitud esquiva. Ricardo, por su parte, no quería
hablar del tema porque se sentía culpable por no haber actuado a favor de su
madre, obligando a su padre a mantenerse fiel. Pero no fue capaz de sostener su
secreto por mucho tiempo: dos días después le contaba a Elvira con todo detalle
lo que había pasado esa noche.


Elvira no podía creer lo que escuchaba. A esa altura ya se había calmado,
convenciéndose de que Ismael había actuado como tantos hombres que querían que
sus hijos se sacaran de encima la deuda del sexo sin demorarse demasiado. Pero
esto era distinto. Nunca jamás había escuchado un relato semejante. Volvió a
preguntarle a Ricardo si estaba seguro de lo que decía. El hijo le contestó que
sí, aliviado al ver que su madre lo perdonaba y dirigía su furia hacia el
padre.


Esa misma noche Elvira mandó al hijo a visitar a una tía y encaró al marido. La
pelea fue brutal. Ismael le dijo a su esposa que era una mujer inútil, estúpida
y metida. “Y mayor. ¡Esta vieja! ¿Cómo querés que me caliente con vos?”.
Indignada, Elvira le dijo que se quería separar. La respuesta fue un puñetazo
en el estómago que la dejó sin aliento.
Nunca la había golpeado así. Es verdad que hacía tiempo que amenazaba con
pegarle. Las amenazas, además, servían para desactivar peleas: antes de que la
discusión subiera de tono venía la amenaza, que surtía en Elvira un efecto
inmediato. Pero esta vez el golpe había sido de verdad.


Cuando recuperó el aire y pudo hablar, Elvira se sentó en su cama y no mencionó
el golpe ni la pelea. Solamente le dijo que no volviera a llevar a Ricardo al
departamento de su amante.

Elvira e Ismael siguieron durmiendo juntos pero apenas se hablaban. Ella
evitaba tenerlo cerca y pasaba horas mirando por la ventana, sin siquiera
moverse. Ricardo se daba cuenta de que su madre sufría, y pasaba con ella buena
parte de su tiempo libre. Había dejado sus clases de guitarra para acompañarla,
cebarle mate y mirar con ella películas viejas por televisión.


Elvira empezó a tenerle miedo a su marido. Le pareció que un hombre le llevaba
a su hijo para que lo viera teniendo sexo con su amante era capaz de cualquier
cosa. Temía además que Ismael, viendo que Ricardito estaba cada vez más apegado
a ella, tomara alguna represalia: que la golpeara o que directamente volviera a
llevar al hijo al mismo lugar.


Elvira no solamente no se recuperaba de su depresión sino que empeoraba día a
día. Una tarde fue a visitarla una de sus tías y la convenció para salir a
caminar e ir al cine. Fueron.
Cuando Ismael vio que Elvira salía, respiró aliviado. Hacía tiempo que su mujer
estaba instalada en su casa como un mueble desvencijado, sin hablarle y sin
mirarlo. Mientras el se preparaba un sándwich en la cocina, llegó Ricardito del
colegio. Ismael pensó, entonces, que era un momento ideal para volver a
llevarlo a lo de Susy a quien, por otro lado, iría a visitar esa noche.


La llamó para asegurarse de que podía adelantar la visita y llevar de nuevo al
hijo. Después le dijo a Ricardo que se preparara porque iban a salir. Ricardo
amagó una disculpa (“tendría que quedarme a estudiar”) pero el padre fue
inflexible. “Vestite y vamos”, dijo, mientras iba él mismo a darse una ducha.
Media hora después estaban en camino.

El ritual en lo de Susy fue parecido al de la vez anterior. Apareció la amiga
que abrió la puerta y luego entró Susy, esta vez envuelta en una toalla. Ismael
tomó un vaso de tinto, ayudó a arreglar una canilla que perdía y fueron al
dormitorio. Ricardo, sin embargo, pidió estar fuera del cuarto. Su padre, que
estaba terminando de desnudarse, le dijo que se quedara, que para eso lo había
llevado. “Si te vas, ¿cómo vas a aprender? Fijate bien porque después se la vas
a tener que poner a la amiguita esa que te gusta tanto”.
Ricardo estaba impresionado. La imagen de su padre, trepando por encima de Susy
y metiendo mano entre sus carnes movedizas, se le mezcló con la fantasía sutil
que había tenido muchas veces de un acercamiento sexual con su compañera de
escuela. Se sobresaltó. Pensó que, después de ver lo que estaba viendo, nunca
podría tener sexo con la chica que le gustaba ni con ninguna otra. Desolado,
siguió mirando a su padre y a Susy, que repetían más o menos lo que habían
hecho la otra noche, aunque con algunos adicionales.

Cuando Elvira volvió a su casa vio que todas las luces estaban apagadas y que
no había nadie. Asustada, entró al dormitorio del hijo y vio el uniforme del
colegio doblado en una silla. Entró al cuarto que compartía con Ismael y vio
que el placard estaba abierto. Fue a ver el baño: era evidente que el marido se
había dado una ducha pero nada indicaba que hubiera tenido que salir de
urgencia. Siguió mirando y vio que su frasco de colonia para después de afeitar
estaba abierto. Entonces entendió.


Fue a la puerta a esperar a los dos y se quedó ahí, inmóvil, temblando de
rabia. Se daba cuenta de que todo era una tremenda injusticia. A Ismael ni
siquiera le había recriminado que tuviera una puta fija: lo único que le había
pedido era que no volviera a llevar al hijo a que viera lo que hacía en la cama
con la otra.


A medida que pasaban las horas, Elvira estaba más y más alterada. Al fin vio
que llegaban y que Ismael entraba el auto en el garaje de la carpintería. Ella
abrió la puerta y se quedó ahí, agazapada. Cuando entraron, dejó pasar al hijo
y se abalanzó sobre el marido. Estaba enardecida. “Lo llevaste otra vez a que
viera tus porquerías”, le gritaba, mientras le arañaba la cara y le tiraba del
pelo. El padre se la sacó de encima y le indicó a Ricardito que se fuera a su
cuarto. El hijo estaba conmocionado y volvía a sentir culpa por haber
defraudado a su madre. No había sido capaz de negarse a acompañar al padre ni
había sido capaz de impedirle que se acostara con la amante. Corrió a su cuarto
y se encerró con llave a llorar de rabia y de vergüenza.


Elvira volvió a la carga y le gritó a Ismael lo único que él no quería
escuchar: “¡Degenerado! ¡Lo llevás porque te calienta que tu propio hijo te vea
en la cama!”. Ismael la miró y le tiró una trompada a la mandíbula que la
alcanzó a medias. Ella no sintió el golpe. Estaba enceguecida. Corrió a la
cocina, sacó una pistola que su marido guardaba en un armario y empezó a
disparar. Apretaba el gatillo casi sin mirar, más pendiente de descargar su
furia que de acertar los tiros. Estuvo disparando, casi en trance, hasta vaciar
el cargador.

Cuando dejó el arma, su marido estaba herido pero vivo, con los
ojos abiertos, la espalda apoyada contra una pared y las piernas en el piso. Lo
habían alcanzado tres disparos, dos en el pecho y uno en una pierna. Los
peritos encontraron después once balas más por toda la cocina.


Ricardo salió de su cuarto y se enfrentó con el horror. Llamó a unos vecinos,
que a su vez se encargaron de pedir una ambulancia, avisar a la policía y
tratar de detener las múltiples hemorragias de Ismael. Mientras tanto, Ricardo
intentaba reanimar a Elvira, que no decía una palabra y se frotaba una mano
contra la otra. Le decía a la madre que había hecho bien, que su padre tenía la
culpa de todo, que la quería y que por favor le dijera algo.


Elvira quedó detenida esa misma noche. No pudo declarar porque estaba muda. Los
psiquiatras constataron que sería inútil interrogarla.
Ismael resistió tres días en terapia intensiva hasta que murió. Cuando un
policía se acercó a Elvira y le comunicó la noticia, ella levantó la vista,
respiró profundo y empezó a hablar.

Elvira R. estuvo un año detenida esperando la sentencia. Su hijo fue a vivir
con una tía que había conseguido la tenencia provisoria.
Para la defensa, la mujer no tenía por qué estar presa. Argumentaron que había
efectuado catorce disparos, de los cuales solamente tres impactaron en su
marido. Eso fue, para los forenses, la prueba fundamental que determinaba que
Elvira había actuado por emoción violenta. El juez estuvo de acuerdo y Elvira
quedó en libertad. Poco después recuperó la custodia de su hijo.
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